Un escalofrío me recorre la espalda a pesar del calor. Tengo el vello de la nuca de punta, estoy nervioso, ¿llamo o no llamo? Por fin me decido, me acerco al telefonillo, cierro los ojos un momento y respiro hondo. Levanto la mano y aprieto el botón del telefonillo. Me preguntas que quién soy. Te digo que si puedes bajar y reconoces mi voz. “¿Pasa algo?”, me dices. “Tenemos que hablar”, te contesto, y cuelgas. Mientras espero me voy poniendo cada vez más nervioso, y estoy a punto de largarme. Me siento en las escaleras, me apoyo en las rodillas y me paso una mano por la cabeza y después por la barbilla. Se abre la puerta y me levanto, pero al darme la vuelta veo que no eres tú. Saludo a tu vecino y pego la cara al cristal para ver si se mueve algún ascensor. Uno llega al cero y me aparto. Acaba de empezar a lloviznar. Esta vez sí que eres tú la que sale por la puerta. Pareces preocupada, y sorprendida de verme. “¿Qué haces aquí?” No soy capaz de mirarte. “Necesitaba hablar contigo antes de que te fueras”. Me miras, como haciéndome preguntas con los ojos. “Mira, yo… te quiero, ¿vale? Pero no quiero agobiarte. Sólo quería decírtelo.” Me miras con la boca abierta. Me remuevo incómodo mientras espero a que digas algo. Pero sigues callada. “Bueno… pues eso. Adiós.” Y me doy media vuelta para marcharme. “¡Espera!” Me quedo paralizado en los escalones y me giro de nuevo hacia ti. Caminas hasta mí y te paras en el escalón de encima del mío. Me miras y me abrazas. Te separas un poco de mí… y me besas. Un beso tierno, un beso en el que, sin palabras, me lo dices todo… Lástima que no pasara así. Llegué tarde, perdí mi oportunidad. Y a pesar de que no quisiste hacerme daño, no lo conseguiste. Y no es culpa tuya. Quizás, si llego a actuar a tiempo, todo habría sido diferente. Ahora sé que ya me puedo ir olvidando de ti. Y lo siento de veras. Me habría gustado intentarlo.
Siempre tuyo, G.
P.D.: Te quiero.
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