lunes, 15 de febrero de 2016

Puertas

Cuando una puerta se cierra, me pregunto qué he hecho mal. Las puertas no se cierran solas, y una oportunidad perdida o desperdiciada es algo que me desquicia, algo que realmente me hace llorar.
Por otro lado, sí que es una sorpresa cuando una puerta se abre. Puede incluso ser una puerta que lleve ahí años y de cuya presencia te percates cuando, al coger el pomo, cuya existencia ignorabas, notas cómo alguien hace lo mismo desde el otro lado. Son puertas que hacen llorar, reír, pasar noches sin ser capaz de pegar ojo o sin querer hacerlo; puertas nuevas y milenarias, vitales o insignificantes, majestuosas, sencillas, llamativas. Son puertas que veremos una sola vez en la vida o que identificaremos con el hogar, puertas que nunca se cerrarán y otras de las que ni siquiera tendremos la llave. Puertas de todos los colores y de ninguno, tactos, sonidos, olores y sabores. Puertas mágicas, ocultas, puertas trampa, puertas rudas, refinadas, frágiles y seguras. Puertas que no llevan a ningún lado, otras que no quieres abrir, y las hay que contienen mundos enteros. Pero lo importante, lo verdadera y únicamente importante de esas puertas, es lo que hay detrás.
¿De qué nos valen si no las abrimos?