La primera vez que puse un pie en ella, no noté nada especial. Ni vi nada especial, ni escuché nada especial. Era por la noche y apenas se adivinaban un par de sombras a lo lejos. Llegamos al centro comercial. Los comercios ya estaban cerrados. Subimos hasta la última planta y jugamos un par de partidas en la bolera. Cuando nos fuimos en coche, la ciudad se convirtió para mí en una sucesión de luces destellantes a través de las ranuras apenas abiertas de mis ojos. Pasó mucho tiempo hasta que volví.
La segunda vez fue ocho años después. Esta vez con unos amigos. El plan era el mismo; la época, verano; la luz, solar. Algo apareció ante mí entonces. Una magia oculta, un descubrimiento del subconsciente, algo que no entendí y que me ató fatalmente a ese lugar. Apenas unos meses después, se completaría mi unión a la ciudad de forma irreversible e inesperada. En el lugar menos esperado, conocí a una sirena. Era como cuentan las historias: una belleza sobrehumana, una voz creada para susurrar mentiras, una vida dedica a embaucar y ahogar en sus redes. Yo caí directamente, y así comencé a visitar con regularidad ese mágico lugar. Cuando la puñalada de la sirena me atravesó el pecho, abrí los ojos. Ella no era una excepción en ese sitio. Era la norma. Las sirenas caminaban a sus anchas por esa ciudad marítima. Y aunque una te apuñale ferozmente hasta destrozar al marinero desprevenido que cayó en su compañía, eso no te inmuniza contra las demás. Ni siquiera contra esa misma. Yo mismo caí varias veces. Y sigo cayendo. Y es que, una vez te anclas, no hacen más que retorcer los puñales que te clavan, sin retirarlos jamás. Y es que, una vez te anclas, ya nunca abandonas la Ciudad de las Sirenas.
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