Era su día. Tenía que haberlo sido. Las últimas semanas habían sido un caos, pero al final todo había quedado a punto. Hasta que él decidió traicionarla, abandonarla en su día sin decirle nada, sin dejar rastro. Ahora se tambaleaba al borde de un precipicio, llorando. Todavía llevaba su precioso vestido. Las rocas afiladas la miraban con deseo batidas por el mar embravecido. La lluvia caía con fuerza. El pie derecho se adelantó y su zapato se perdió entre la espuma, allá abajo. Lo siguió ella, ese cascarón vacío en que te convierte una pérdida.
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