A veces, la vida sorprende a las personas con una grata compañía que no puede ofrecer más que horas de té y risas en algún café de la ciudad. Dos almas gemelas que tuvieron el infortunio de conocerse fuera de su tiempo, como en un desafío del destino, como en un juego prohibido de miradas y besos furtivos a escondidas. Y esas dos partes del todo, que se conformarían con poder estar juntos, lamentándose por el tiempo separados, por las horas de infierno uno lejos del otro, sólo poseedores del recuerdo de los momentos tan gratamente compartidos.
Dos seres condenados a no poder amarse, dos almas condenadas a perder la esperanza de su amor, lamentándose por la imposibilidad de caminar uno al lado del otro y cogidos de la mano por el núcleo histórico de la ciudad, por el día y por la noche, mientras las olas del mar les entregan la mejor balada, dejando ella descansar su rostro en el pecho de él, haciéndole caricias en el cuello al besarlo y rozar con sus cabellos castaños la morena piel de galán que viste en las noches de estío.
Los tiempos de silencio en los que dejan escapar los sucesivos suspiros en sus largas conversaciones de primavera llevan un aroma a vainilla y a menta que reviven en ella el corazón, despertando el deseo, todo mientras él gira la cabeza y vuelve a lamentarse por la suerte no conocida hasta su llegada, disparando fotos con la mirada para no olvidar nunca su belleza, para grabarla a fuego en el pecho como un diamante pulido. Como en una extraña coincidencia, llega uno a la vida del otro, como una locura de pasión guardada bajo llave, consintiéndose miradas llenas de misterio por descubrir y palabras que pueden ir más allá de la amistad, viendo todo lo que hay en el interior del otro a través del corazón.
Siempre tuyo, G.
P.D.: Te quiero.
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